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Hace unos días hablé con una amiga sobre lo difícil que es ser líder y permitirse llorar. Para las personas que nos ven felices, confiadas, para esas que solemos esparcir amor y esperanza por todos lados, qué difícil se vuelve decir: “Me duele, y probablemente me duela hoy y mañana.” Nos cuesta reconocer que estamos vacíos, que estamos cansados, que no fue un buen día, una buena semana, que no estamos en nuestra mejor etapa. Nos enseñaron a tener fe, a confiar, a creer que lo mejor está por venir. Pero nadie nos enseñó qué hacer cuando esa fe se va, cuando no ves nada adelante, cuando el futuro es cada vez más incierto. ¿Qué hacemos cuando no podemos sonreír y confiar? Cuando un “Dios tiene el control” no nos llena porque, siendo sinceros, no siempre lo creemos. ¿Quién nos enseña qué hacer cuando hay dolor y angustia?

Porque solemos creer que a los líderes no los tumba nada. Que los líderes se saben todas las frases motivadoras, que son fuertes, que no caen, que no lloran. Porque son esos que nos guían, que llevan la “batuta”.

Recuerdo que en medio de una tormenta familiar, a los 12 años, les repetía a todos una y otra vez: “No, no estoy triste. Confío en que todo va a estar bien, confío en Dios.” Porque si confiaba en Él, ¿por qué tenía que dudar? No podía estar triste. No podía llorar. No podía tener días duros. Eso no era lo que una líder debía reflejar.

Vi a mi alrededor cómo mi familia vivió su duelo, cada uno a su manera. Yo guardé mis lágrimas por algunos años. Tiempo después, cuando Pablo falleció, desaté un mar de llantos guardados en mi corazón. La vida me llevó a enfrentar esa realidad que no pude ocultar. Mi alma necesitaba llorar y estar mal. Ya no podía seguir cargando el “ser una líder fuerte”. Ese duelo lo lloré como nunca. Me permití no creer. Me permití ser débil. Me dejé decir una y otra vez: “Estoy mal y no tengo idea de lo que va a pasar mañana.”

Y, extrañamente, aprendí que mientras más débil me reconocía, cuando me volví sincera conmigo, cuando me quité esa máscara de “yo puedo con todo”, cuando sola en mi habitación acepté que dolía, que no estaba de acuerdo con mi realidad… allí me encontré.

Allí vacía, en ese lugar siendo vulnerable, reconociendo que débil soy, encontré una y mil oportunidades para llenarme. Encontré lugares que me hacían sentir paz. Descubrí que las lágrimas limpiaban de a pocos el alma. Descubrí que era válido no sentirse bien, que mi familia lo iba a entender, que mis amigos lo iban a aceptar. Que no me hacía menos reconocer que me dolía porque encontraba mil oportunidades para ser fuerte otra vez. Que después del llanto viene la risa y después de la noche más oscura, el sol siempre vuelve a salir. Y es que, ¿cómo vas a llenar un vaso que dice que está lleno?

Buscamos consuelo cuando duele, buscamos refugio cuando nos sentimos solos. Buscamos amor cuando estamos vacíos. Buscamos las sonrisas cuando hay llanto y buscamos esperanza cuando sentimos que todo está perdido.

Así entendí que sí, que puedo seguir siendo la misma líder, la niña de la risa contagiosa, la que ríe sin parar y tener días malos. Tener dudas. Llorar sin parar, que me duela tanto el corazón porque no entiendo mi presente, porque extraño mi pasado y porque no veo claro mi futuro.

Puedo llorar porque se fue, porque esa persona no está más, porque quería que estuviera aquí conmigo pero no lo está. Porque me rompieron el corazón o porque fue un día difícil hoy. Quizá pronto no lo entienda y está bien. Está bien ser débil por hoy, está bien llorar por hoy. Me hago fuerte reconociendo que soy humana, que siento, que a veces soy débil y que es siempre una oportunidad para volver a llenarme. Confiando en que, en la oscuridad, encuentro luz, que en el dolor encuentro amor. Me permito llorar una y otra vez, hasta que el alma sane y limpie. Hasta que te alcance el amor al alma, hasta que lleguen los días de calma. Porque quizás hoy no, pero confío que mañana será mejor. Creyendo que todo pasa; creyendo que sí, se puede ser líder y llorar también. Que los de las sonrisas podamos decir: sí, débil soy.